¿Somos todos enfermos mentales? Entrevista a Allen Frances

Por ROSA M. TRISTÁN-

Allen Frances se ha convertido en “un psiquiatra en pie de guerra”. Así ha sido calificado a raíz de la publicación de un libro que ha levantado mucho revuelo en su país: Estados Unidos. En su obra ¿Somos todos enfermos mentales?, editado recientemente por Ariel, el doctor Frances arremete sin piedad contra las compañías farmacéuticas, y tampoco salva de la quema a colegas de profesión que están convirtiendo las dificultades cotidianas a las que se enfrenta el ser humano en trastornos de la mente con el único afán de hacer negocio. El que fuera presidente del Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM) en su cuarta edición, considerado la Biblia de los psiquiatras en Estados Unidos, lanza ahora un ‘yo acuso’ que quiere ser un grito de alerta hacia los ciudadanos de todo el mundo, víctimas de esta situación de exceso de diagnósticos.

Catedrático emérito en la Universidad de Duke (Durham), Frances asegura que “no estamos más locos” que en el pasado, aunque nos lo quieran hacer creer.

¿Cuál diría usted que es la frontera entre lo que es normal y lo qué no lo es?

Esto es la pregunta más importante, pero también es la más difícil de responder. No hay ninguna línea brillante que os permita separarlo. Las definiciones de enfermedad han sido diluidas progresivamente, y no sólo por la Psiquiatría sino también por el resto de los profesionales de la medicina. No toda la tristeza es un trastorno depresivo mayor, como quieren hacernos creer. No todas las preocupaciones son un trastorno de ansiedad generalizada. Y no todos los que tienen ligeramente elevados niveles de azúcar en la sangre o presión arterial padecen diabetes o hipertensión. Son límites que están borrosos, y por tanto sujetos a la manipulación. Especialmente, por parte de las compañías farmacéuticas, que quieren ampliar su cuota de mercado y sus ganancias mediante la expansión del Reino de la enfermedad, reduciendo el Reino de lo Normal. Esas grandes compañías han tenido mucho éxito al convencer a los médicos y al público de que problemas que son esperables en la vida cotidiana en realidad se trata de trastornos mentales causados por un desequilibrio químico que ellos se encargan de solucionar.

Entonces ¿cuántas enfermedades nos hemos ‘inventado’ en los últimos 50 años que nos hacen sentir cada vez ‘más locos’?

Unas cuantas, aunque las personas para nada están más locas. Pero es verdad que esa redefinición como trastorno mental de experiencias que eran parte de la vida cotidiana ha sido útil para algunas personas que han sido etiquetadas como pacientes y que se sienten consoladas al tener un diagnóstico. Tener ese diagnóstico hace que ya no se sientan confundidas, solas y las únicas condenadas a sufrir. Es más, se convencen de que pueden mirar adelante con un tratamiento eficaz. Pero muchos son diagnosticados por problemas temporales que probablemente mejorarían por si solos, sin necesidad de fármacos. Deberíamos reservar los diagnósticos para los problemas que son graves de verdad, los que deterioran la vida porque son perdurables y omnipresentes. Y, en caso de duda, es mejor que haya un infra-diagnostico en lugar de un sobrediagnóstico, como se hace ahora. Darlo con demasiada facilidad puede perseguir a alguien durante toda la vida.

Es cierto que nos estamos acostumbrando a confiar en los fármacos como si fueran ‘las píldoras de la felicidad’ ¿Pero la única responsable es la industria? ¿No fallan los controles en los sistemas de salud?

Considero que los principales culpables son los grandes intereses farmacéuticos que gastan decenas de miles de millones de dólares en ‘vendernos’ que estamos mal para luego vendernos también las pastillas que nos curan. Pero es verdad que las definiciones de los desórdenes mentales son demasiado indeterminadas porque a los expertos en esta materia les gusta ver expandido su campo de acción. Además, la mayoría de los fármacos psiquiátricos son prescritos por médicos de Primaria demasiado ocupados que los recetan después de haber pasado apenas siete minutos de consulta con un paciente, al que casi no conocen. Hacer un diagnóstico preciso y real requiere mucho tiempo porque hay gente que va a ver al médico precisamente en su peor día. Es mucho mejor esperar algunas semanas antes de indicar una medicación para ver si todavía es necesaria. A veces son los pacientes los que les empujan a los médicos a que les prescriban una solución rápida, una píldora que probablemente les hará mucho más mal que bien a largo plazo.

¿Qué podemos hacer para protegernos de esa ‘inflación’ farmacológica?

Hay que parar el marketing de las grandes empresas farmacéuticas y volver a educar al público sobre los riesgos que tiene tomar medicinas, hay que reequilibrar las esperanzas que han depositado en los beneficios que pueden obtener de las pastillas. Es algo que funcionó con las grandes compañías de tabaco, que gastaban mucho dinero en promover un producto dañino para la salud. Pero no sólo hay que reeducar al público y domar a las compañías, también hay que concienciar a los profesionales de la medicina. Tenemos que hacerles ver que, excepto en casos de enfermedades severas y clásicas, no se puede diagnosticar de un primer vistazo. Y, desde luego, también hay que contar con informar a través de los medios de comunicación, como se está haciendo aquí en Mente Sana.

En su libro comenta que parte del problema es que estamos tratando enfermedades sociales como si fueran individuales ¿A cuáles se refiere?

Para empezar a la educación. Deberíamos dedicar mucho más dinero a las escuelas para reducir el número de alumnos por clase y, a la vez, aumentar los periodos de actividad física de los niños. Sería un buen modo de reducir los miles de millones de dólares que hoy se están gastando en la medicación para el trastorno por déficit de atención, que está sobrediagnosticado. Se considera enfermedad mental la inmadurez normal de un niño. Otra enfermedad social es el desempleo, y ahí sería bueno ofrecer mejores servicios para los parados, en lugar considerar un diagnóstico de gran trastorno depresivo como un prerrequisito para conseguir mayores prestaciones. En Estados Unidos también deberíamos facilitar la transición  a la vida normal de los veteranos de guerra, pero sin necesidad de que antes tengan que presentar un diagnóstico de trastorno por estrés postraumático, como ocurre ahora. Y así sucesivamente. Hay que tratar los problemas sociales con políticas sociales. No se trata de medicalizar con un tratamiento a la víctima individual.

Las nuevas tecnologías, las redes sociales… ¿Están afectando negativamente a nuestra mente o simplemente están cambiando nuestro comportamiento?
Creo que la naturaleza humana es extraordinariamente estable y resistente. El mundo cambia mucho, pero la mayoría de las personas responden con flexibilidad a estas transformaciones. Cuando se producen aumentos súbitos del autismo o del trastorno por déficit de atención debemos buscar la razón en las modas por esos diagnósticos, no en que los niños estén enfermando. Y cuando todo el mundo parece tener de repente un desorden mental, eso significa que mucha gente está siendo alterada. Un diagnóstico apropiado puede hacer mucho bien, pero uno incorrecto lleva a un tratamiento erróneo, a menudo innecesario, que genera estigma y reduce las expectativas de esa persona.

Sus críticas no han sentado muy bien ¿Qué diría a sus colegas los psiquiatras?

La Psiquiatría es una profesión noble y fascinante que ha perdido un poco su manera de hacer las cosas, convirtiéndose en una disciplina biológicamente reduccionista, demasiado dependiente de la farmacología. Tenemos que volver a un modelo que sea bio/psico/social, que es el que proporciona una perspectiva tridimensional de las personas que tratamos en las consultas. Y  no debemos olvidar que una relación fuerte entre el médico y el paciente es la base de cada tratamiento acertado.

Recientemente comentaba en la red social Twitter que cada año hay  815.000 suicidios en todo el mundo, en comparación con las 310.000 muertes provocadas en conflictos armados. Pero poco se habla de ello ¿Cuál es la razón de esas cifras tan espeluznantes?

La cuestión es que el público tiende a reaccionar demasiado ante los titulares que son más dramáticos y muy poco ante los grandes riesgos que se ocultan en la vida cotidiana. El último ejemplo sobre esto es el caso del ébola. Ciertamente es un problema muy grave de salud, es una tragedia para las personas involucradas en su tratamiento y es, sobre todo, un desastre para África. Pero en el mundo Occidental, los riesgos de infectarse del virus del ébola palidecen en comparación con el riesgo de sufrir un accidente de tráfico, o con el riesgo de un suicidio. En el mundo entero los servicios de salud mental están enormemente infrautilizados porque se subestiman absolutamente los riesgos y los costos de las enfermedades mentales auténticas. Gastamos muchísimo más dinero en armas y en el comercio de la guerra, que son los que luego generan problemas que son complicados de resolver. Deberíamos hacer mucho más por la enfermedad mental, primero por compasión hacia quien la sufre, pero también porque tiene un beneficio práctico a nivel social y económico.

“¿Somos todos enfermos mentales?”

El libro recoge en análisis de una nueva y temible enfermedad: la medicalización de la normalidad.  A raíz de los cambios en el manual que utilizarán los psiquiatras de su país en los próximos años, el autor analiza la diferencia entre lo normal y lo que no lo es. Explica las “modas” psiquiátricas a través de la Historia y ofrece soluciones para controlar la llamada “inflación diagnóstica”. “Antes una persona podía penar el duelo de una muerte largo tiempo y se entendía; ahora en una semanas se considera un trastorno depresivo”, afirma. Desenmascarar las razones de ello es el objetivo de esta obra.

Artículo original:

Laboratorio para Sapiens

 

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